XX

El 30 de enero de 1933, por la tarde, estaba yo de viaje.

Había ido a recuperar mi "Mercedes-Nürburg", que nos habían retirado por razón de deudas. Hitler se encargó de facilitarme que lo recobrara.

Atravesé Colonia con intención de dirigirme a Herford, donde tenía que hablar por la noche en una reunión. Iba vestido con nuestro atuendo a un tiempo civil y militarizado: camisa parda y una cazadora. Estaba prohibido llevar uniforme, pero de esta manera todo el que nos veía pensaba: es un nazi.

En una señal de tráfico tuve que detenerme. El policía miró hacia mí y, de pronto, me saludó. Pensé que debía haberse equivocado. Unos pocos días antes el mismo policía había estado a punto de golpearme durante una manifestación, y lo habría hecho de no haberle enseñado mi credencial de diputado. En el siguiente cruce tuve que detenerme otra vez. Y de nuevo, un policía me saludó. ¿Qué había ocurrido? Aceleré y me dirigí hacia las oficinas de las HJ. Allá me enteré de la gran noticia: Hitler era canciller del Reich.

A los seis días de la conquista del poder fui invitado por Hitler a una cena. Era nuestro primer encuentro desde su llegada a la cancillería. Se había trasladado allá desde el hotel "Kaiserhof", pero no al domicilio representativo del canciller desde los tiempos de Bismarck. Aquella residencia se hallaba ocupada a la sazón por el presidente del Reich, Von Hindenburg, pues se efectuaban trabajos de renovación en el palacio presidencial. Hitler había ocupado un conjunto residencial mucho más moderno, cual era la vivienda hasta entonces ocupada por el secretario de Estado, en la propia cancillería del Reich.

En el ascensor subí hasta el cuarto piso. Los inferiores aparecían silenciosos y a oscuras.

Hitler se adelantó hacia mí con los brazos abiertos. A pesar de la agotadora actividad de los últimos días, aparecía erguido, enérgico y seguro de sí mismo. Su capacidad no conocía límites.

—Ahora comenzamos de verdad, Schirach — me dijo —. Tenemos el poder y lo conservaremos. De aquí no me marcharé nunca.

Yo me sentía un tanto escéptico. Hitler era canciller del Reich, pero tan sólo dos de los diez miembros de su Gobierno eran nacionalsocialistas: el ministro del Interior, doctor Frick, y Hermann Goering. ministro sin cartera. De los ocho restantes, cuatro procedían del llamado "gabinete de los barones" del señor Von Papen, a quien habíamos combatido implacablemente durante meses. Pero Hitler parecía estar muy seguro.

—Tenso la confianza del viejo — dijo. Contó entonces algunos detalles de las primeras conversaciones en privado sostenidas con el presidente del Reich. Tuvo que informar a Hindenburg de sus actividades como soldado en tiempos de la guerra mundial y sus orígenes familiares. Sólo entonces pareció el mariscal convencido por la personalidad de aquel "cabo bohemio", del que durante tanto tiempo había desconfiado.

—Se trata ahora de ganar enteramente al anciano — dijo Hitler —. No tenemos que hacer ahora nada que pueda irritarle. Eso vale asimismo para usted. Tiene que ser muy prudente. Nada de enérgicos discursos, nada de acciones de castigo contra enemigos políticos; el viejo es muy susceptible a esas cosas.

Tranquilicé a Hitler. Como es lógico, los jóvenes, como el partido entero, estaban todavía presos del gran entusiasmo suscitado por la llegada al poder, pero no sabía que se hubieran producido actos de violencia, por lo menos entre las juventudes. Éstas tenían ante sí otra tarea en aquellos instantes. De todas las partes de Alemania, desde las jefaturas comarcales y locales de las H.J., me informaban que millares y millares de jóvenes y muchachas se agolpaban ante las oficinas en solicitud de ingreso. Según los informes, el número debía elevarse a centenares de millares. Grupos enteros juveniles, pertenecientes a las unidades paramilitares de defensa e instrucción, se pasaban en bloque a las Juventudes Hitlerianas. Pero de todos modos, la mayor afluencia se registraba entre jóvenes que no habían pertenecido hasta aquel instante a ningún otro grupo organizado. Hasta entonces, sus padres se lo habían prohibido. Pero como el N.S.D.A.P. había llegado al poder, los padres trataban de recobrar el tiempo perdido.

—Necesito por lo menos diez veces más mandos que antes — dije a Hitler —. Tienen que ser formados rápidamente y para eso es necesario dinero. No recibo nada del partido. ¿No podría usted librarme algo de los fondos del Estado? Digamos... 150.000 marcos...

Hitler me miró sorprendido.

—¿Cómo puede habérsele ocurrido cosa semejante, Schirach? Acaban de nombrarme canciller del Reich y me incita a acudir al ministro de Finanzas a solicitarle dinero para las Juventudes Hitlerianas. No sabemos dónde acudir en busca de fondos para paliar el paro... Eso es lo que interesa en primer lugar.

Hitler se dio cuenta de mi decepción y añadió:

—Tenga usted paciencia, Schirach. Primero tenemos que ganar las próximas elecciones y luego se nos dará todo. Pero una cosa quiero decirle: nunca me mezclaré en sus actividades juveniles. Tiene usted el órgano que a mí me falta. Claro oue tampoco dejaré que otros se inmiscuyan. Como es natural, podrá usted acudir a mí cuando tenga necesidad de hacerlo. Por de pronto, le invito esta noche como comensal de honor a mi mesa.

XXI

El día 5 de marzo de 1933 se celebraron las elecciones para el Reichstag. De una participación electoral del 88'8 por ciento, los nacionalsocialistas tuvieron el 43'9 por ciento (17'27 millones), es decir, 288 escaños. El 21 de marzo, iniciación de la primavera, sería proclamado "Día del Levantamiento Nacional" y sería solemnemente abierto el Reichstag.

Me encontraba en el tejado de una casa situada enfrente de la iglesia de San Nicolás de Potsdam. Ante mí, muchos micrófonos. Desde las calles me llegaba el zumbido de una ingente multitud. De fachada a fachada se habían tendido guirnaldas y no había una sola que no estuviera engalanada con banderas. Banderas negro-blanco- rojo y cruces gamadas, puesto que por una disposición del presidente del Reich fechada el 12 de marzo había dejado de ser la bandera roja-negro-oro de la República de Weimar símbolo del Reich.

La multitud agrupada ante la iglesia de San Nicolás esperaba a Hindenburg. Como la radio no disponía de suficientes locutores nacionalsocialistas, me había ofrecido para efectuar aquel reportaje. Pero mi presencia tenía otros motivos: en la iglesia de San Nicolás tenía que celebrarse, antes de los actos cívicos, uno religioso para los miembros evangélicos del Reichstag, mientras los diputados católicos asistirían a una misa en la "Pfarkirche" de Potsdam. Nunca había hecho de mi creencia evangélica un secreto, pero consideraba equivocado hacer patente en aquel día de fiesta la separación de las confesiones. Como jefe de las juventudes, me sentía tan vinculado a los miembros católicos de las mismas como a los protestantes o los ateos. Mi ocasional papel de reportero me daba la ocasión de mantenerme neutral, sin ausencias demostrativas de los actos religiosos. Así lo hicieron también Hitler y Goebbels, que en vez de asistir a los servicios religiosos, depositaron una corona en las tumbas de los S.A. caídos. Los otros jerarcas nacionalsocialistas asistieron a los actos religiosos, incluido el "Reichsführer" de la S.S., Heinrich Himmler.

Tuve que hablar durante quince minutos antes de que llegara Hindenburg. A decir verdad, muy pocas veces un cuarto de hora se me hizo más largo que aquél. Así es que experimenté un sentimiento de intenso alivio en cuanto vi aparecer finalmente el coche del mariscal.

Media hora más tarde, asistí en la iglesia de la Guarnición a la entrada de Hindenburg y Hitler. Al lado de la corpulenta humanidad del primero, que vestía su uniforme de mariscal de campo, Hitler aparecía insignificante con su chaqué civil. En el centro de la nave del templo, Hindenburg se detuvo v levantó su bastón de mariscal en un saludo dirigido hacia el antiguo palco imperial. Tras una silla, que se había dejado simbólicamente vacía en honor del Kaiser que vivía en su exilio holandés, se hallaba el Kronprinz de entonces, con uniforme de general, en unión de su esposa v sus hermanos. En las gradas posteriores se agrupaban, mezclados, los generales del ejército imperial y de la Reichswehr. De las volutas barrocas pendían banderas regimentales que databan de los tiempos del viejo Federico. Como Hitler dijo en su discurso, venían a constituir "la unión entre los símbolos de la antigua grandeza y la nueva fuerza".

Quien no conocía a Hitler hubiera podido deducir, ante aquella reverencia a la tradición prusiana, de que estaba decidido a restaurar la monarquía. Las palabras de Hitler, aquel día en Potsdam, fueron un engaño plenamente consciente. Mientras se inclinaba ante Hindenburg en el panteón de Federico el Grande, tenía trazado el proyecto de ley con la que no solamente interrumpía la vigencia de la Constitución y daba al traste con el Reichstag, sino que afectaba igualmente la propia presidencia del Reich. Fue la famosa ley de poderes excepcionales. Dos días después de los actos de Potsdam, el Reichstag le daría su aprobación.

En aquellos instantes parecía dudoso que semejante aprobación pudiera conseguirse. Como se trataba de una ley que introducía prácticamente modificaciones constitucionales, se requería una mayoría de los dos tercios. La coalición gubernamental se componía de 288 nacionalsocialistas y 52 nacional alemanes. Frente a ellos aparecían 120 socialdemócratas, 92 diputados del "Zentrum" y del "Bayerische Volkspartei", 5 del "Deutscher Staatspartei" y 9 de otras pequeñas agrupaciones políticas. En total, 226. Los 81 puestos comunistas no eran válidos, de acuerdo con los decretos especiales firmados tras el incendio del Reichstag. A pesar de todo, el Gobierno carecía de la mayoría necesaria de los dos tercios. Solamente en el caso de que votaran favorablemente el "Zentrum" y el "Bayerische Volkspartei" podrían llevarse adelante las leyes de excepción y con ellas asegurar la dictadura de Hitler.

En la noche de aquella decisiva reunión del Reichstag encontré a Goering en la cancillería. Con mi ingenuidad juvenil le dije:

—Nunca conseguiremos esa ley.

—Con todo su brillo y su gloria — me respondió Goering.

—El "Zentrum" y los partidos menores no votarán favorablemente.

—Se equivoca usted — me dijo mi interlocutor —. Mañana, en la sesión, tendrá ocasión de comprobarlo.

La sesión del Reichstag del 23 de marzo de 1933 fue el suceso más trascendental entre los que significaron el fin de la democracia en Alemania. Se celebró en la Ópera Kroll, ya que el edificio del Reichstag había quedado destruido tras el incendio provocado por el holandés Van del Lubbe, el 27 de febrero.

Nosotros, los doscientos ochenta y ocho nacionalsocialistas, acudimos uniformados con nuestras camisas

pardas. Las S.A. y las S.S. habían desfilado ante el edificio. Una gran multitud se hallaba allá concentrada.

Hitler razonó durante dos horas su propuesta de la ley de poderes especiales.

Tras un descanso en la sesión, habló el diputado socialdemócrata Otto Wels. Se pronunció, como es natural, contra la ley. Sus palabras fueron muy valientes, si se piensa que muchos de sus compañeros de fracción habían sido ya encarcelados y, en la calle, las masas nacionalsocialistas gritaban por sus altavoces: "Votar a favor o encargar el ataúd." Sin embargo, el discurso de protesta de Otto Wels sonó a resignación. Se percibía claramente que se trataba tan sólo de un gesto que no podía detener el curso de los acontecimientos. Sin duda alguna, intuía Wels lo que iba a producirse. El prelado Kaas por el "Zentrum", Ritter von Lex por el "Bayerische Volkspartei" y Reinhold Meier por el "Staatspartei" se pronunciaron en favor de la ley de poderes especiales. En pocos minutos dispuso Goering la votación. Resultado: 441 votos a favor y 94 adversos. En las primeras filas sonaron los compases del himno nacionalsocialista. Lo canté también, completamente entusiasmado.

Hoy sé que con la aprobación de la ley de poderes especiales dio principio un implacable destino. Cien hombres pertenecientes a unos partidos democráticos dieron su "sí" a la dictadura. Fue aquél el suicidio de la democracia. ¿Cómo podía esperarse que en la masa del pueblo, sobre todo en su juventud, siguiera alentando tan sólo una chispa de respeto y estima hacia esa forma de gobierno, si los propios demócratas no creían en la democracia?